INÉS ROCA

27.01.2013 23:38

El velatorio estaba en penumbra mientras la gente se acercaba lentamente al féretro para despedirse de la difunta, mi tía Narcisa.

Yo era el último y cuando llegó mi turno me rezagué un poco, observando su rostro.

Sus párpados gruesos estaban cerrados, tapando así sus profundos ojos de demonio. El pelo oscuro y graso estaba esparcido alrededor de su pálida cara ovalada.

Todavía recuerdo cuando de pequeño se me acercaba a darme dos besos y me cogía con fuerza por los brazos con sus esqueléticas manos para que no pudiera escapar. Entonces su cabello rizado me impedía la visión cuando se agachaba hacia mí, sumiéndome en un mundo de oscuridad durante unos segundos.

Su manera de arrastrar las palabras me sacaba de mis casillas y su fuerte respiración me hacía pensar en un bulldog.

Siempre vestía de forma estrafalaria, de color oscuro y con largas faldas adornadas con intrincados dibujos. Además solía oler a humo, pero no a humo de cigarro sino como si se dedicara a quemar leña en sus ratos libres.

Por estas razones y algunas más la tía Narcisa me inspiró cierto temor al menos hasta que cumplí doce años.

Al ver su pequeño cuerpo tendido sobre el ataúd, inmóvil, tal vez debería de haberme inspirado cierta compasión. Sin embargo lo único que me producía era alivio, alivio por no tener que volver a ver sus movimientos bruscos y enérgicos que conseguían ponerme de los nervios.

Por fin me había librado de la hinchazón de las aletas de su nariz cuando no se cumplía lo que ella quería.

Miré a mi alrededor para asegurarme de que nadie me veía sonreír.

Definitivamente no la iba a echar de menos.