ELENA MARTÍN

27.01.2013 23:39

 

Cuando ella entró en la cocina, fue lo primero en lo que se fijó. Si alguien hubiese entrado antes en esa cocina, habría dicho: “¡imposible!”, pero ella lo hizo. Quizá porque era diferente o porque, después de todas las cosas que había visto durante su vida, una cocina como aquella no la sorprendía en absoluto.

Cuando llegó, solo lo vio de espaldas. Por su pelo, calculó que tendría unos cincuenta años. Lo tenía ligeramente alborotado. Era moreno, pero las canas habían empezado ya a cubrir su cabeza. Lo miró de arriba abajo. Llevaba un jersey de lana gris que parecía muy suave, y le habían entrado ganas de tocarlo. Además, le resultaba familiar. Pensó que le quedaba muy bien. Si no hubiera visto su cabello, habría pensado que era mucho más joven, ya que tenía una espalda ancha y musculosa. Los vaqueros oscuros le quedaban un poco grandes, y los sujetaba a su cadera —ella pensaba que tenía un culo estupendo— con un cinturón de cuero marrón. Vio que, por debajo de jersey, asomaba algo así como una tira de color rosa, lo que le extrañó.

Él debió de sentir la mirada de Irene en su nuca, porque se dio la vuelta. Ella se estremeció. Sujetaba un bol de cristal cuyo contenido había estado batiendo antes de girarse. Llevaba un delantal de flores rosa, blanco y amarillo, y a ella se le escapó una risita. Lo miró a la cara. Estaba salpicado de harina por todas partes. Ni siquiera a él le había perdonado el tiempo. Sonrió. Tenía una sonrisa realmente bonita. No era perfecta, pero a ella siempre le habían gustado esos labios tan peculiares. Unas cejas muy pobladas que ya comenzaban a ser grises y esos ojos negros, detrás de los cuales se escondía una mente que solo ella podía comprender. Era un hombre misterioso y resultaba difícil describir su forma de ser. No tenía miedo a nada, e inspiraba confianza. A su lado, Irene siempre sintió protegida. Tenía las ideas muy claras y eso le hacía ser, a veces, cabezota. Podrías pasar años y años con él, que cada día tendría una historia diferente que contar. Quizá, en todo ese tiempo, hubiese cambiado, pero a ella no le daba esa impresión. Algunos pensaban que era borde, pero tenía ese humor diferente que a ella tanto la divertía. Se acercó lentamente, mientras una lágrima se escapaba por su ojo derecho y recorría su sonrojada mejilla con un par de arrugas. La abrazó con sus largos y musculosos brazos, y se confirmó lo que ella pensaba: su jersey era muy suave.